30.1.08

·· Y luego dicen que la escultura es cara

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Parafraseando a Joaquín Sorolla, cuando describía pictóricamente el esfuerzo y el drama de la pesca a principios de siglo en su querida Valencia, quisiera titular hoy a estas líneas de una forma tan ilustrada como esta: Y AÚN DICEN QUE LA ESCULTURA ES CARA... Pintura y sacrificio bajo el imperativo de los colores; en el caso que nos ocupa, escultura y padecimiento. Temas complementarios y sustantivos, que han dado mucho que hablar a lo largo y ancho de la historia del arte. Y para contribuir a este legado en permanente proceso de desarrollo, quisiera dejar constancia de mi última experiencia en este campo. Sucedió el pasado verano cuando trabajaba en la pieza Busto observando la calle.

Mi relación con el mundo de los volúmenes ha sido siempre muy especial. Me considero escultor, entre otros tantos oficios, pero no deseo establecerme en él por muchas y muy diversas razones. Tampoco lo hago en los otros, precisamente porque me sacude el pánico cada vez que se me aparece el fantasma de las ocupaciones esclavas, y muy concretamente cuando se trata de asuntos pesados. Lo mío es el taller mental sin limitaciones. Por tal motivo, y porque lo de picar rocas y cortar metales es labor del todo sucia y engorrosa, cada vez que siento la llamada de la piedra, en lugar de recluirme entre las doce paredes de mi estudio, como sería normal, no se muy bien porqué ni cómo, pero lo cierto es que salgo a la calle y me instalo donde sea menos en casa. A pie de obra o de algarrobo o al amparo de algún muro acogedor. Debo suponer que hasta la fecha ha sido cosa de la casualidad, aunque también podría achacarlo a los devaneos de mi mente en constante expansión; y como última posibilidad, con la que no me siento en absoluto cómodo, no estaría de más admitir que puede existir un cierto exhibicionismo por mi parte en este terreno. En fin, sea como fuere, en aquella ocasión me instalé una vez más en la calle, en un solar que hace esquina y a la vista de todos. Un lugar próximo, que me ofrecía la no poco despreciable posibilidad de tomar la corriente eléctrica de la terraza de mis primos Marilén y Juan.
A una hora prudente de cada mañana, por no atormentar todavía más a los vecinos, salía dispuesto a comerme aquellos pedruscos y, por simpatía, el mundo. Arrastrando mi flamante carrito, recién construido con maderas de desecho, y cargado de artilugios para cortar y dar golpes fuertes y también suaves, me dirigía al taller improvisado con la intención ambulante de montar la parada diaria. Un cortísimo recorrido que, no obstante, me servía para repasar ideas en unos casos, y para acabar de darles forma en otros; ciento veinticinco metros de alegría contenida, que se desataba como una tormenta con la tensión liberadora de los primeros martillazos. Picar piedra, amigos y amigas que no lo hayáis probado nunca, es algo muy grande; inmenso, intenso, desproporcionado, extraordinariamente difícil de explicar con palabras acordadas. De esta forma, al llegar al matorral esparcía mis cachibaches por el suelo y me ponía a trabajar, totalmente absorto y ceñido a la materia. Algunos curiosos se acercaban para comentarme sus impresiones sobre lo que iban viendo; otros me hablaban desde el asfalto, sin atreverse a cruzar la frontera de mi intimidad; aunque la mayoría hacía sus propios comentarios desde lejos, sin que yo pudiera llegarlos a captar. Muchos, los que más, por supuesto me ignoraban, como pasa con todo. Bien que hacían.

En una de esas jornadas interminables, pulimentando la pieza en cuestión, perdí el cuidado de mis ropas holgadas, volcado en la frenética actividad de mi nueva maquinaria, y los acontecimientos se precipitaron. Once mil revoluciones por minuto, que se llevaron por delante todo lo que estaba a su alcance. Atrapó camisa, camiseta, calzoncillo, cinturón y pantalones, y también mis atributos de masculinidad. Como lo oís, me acababa de pillar, engullidos entre los estrujados pliegues de la ropa, el pene y también los huevos. Un suplicio que se alargó una eternidad, y del que no sabía como salir ni tampoco podía. Eran las tres menos cuarto de la tarde, pleno mediodía mediterráneo, y por añadidura la calle estaba desierta. Todo el mundo andaba en casa dedicado a las tareas propias de la hora, así que tuve que apañármelas completamente solo para salir de aquel atolladero sin aparente solución. No podía gritar debido al constreñimiento de la situación, y, por otra parte, no me quedaba más remedio que actuar de forma inmediata, sino quería terminar en la crónica de sucesos de algún periódico local. ¿Pero cómo?, el mecanismo continuaba agitándose con una virulencia inusitada; se movía, vibraba y zumbaba y yo no encontraba la forma de agarrarlo por ningún lado. El interruptor había quedado oculto entre el amasijo de las ropas, y no había forma de pararlo. La única solución viable pasaba por hacerme con la conexión, que estaba a ras de suelo, a unos dos metros y medio de mi posición, y desenchufar de una vez por todas el maldito ingenio mecánico. Pero, ¿cómo agacharme, con aquel torbellino de malas intenciones entre las piernas? Si doblaba el cuerpo, iba a exponer también mi vientre a los embates, y a agudizar aún más si cabía el sufrimiento de mis partes blandas: no las tenía todas conmigo a la hora de conservar la integridad. Pasaban los minutos, hasta que se me ocurrió desligar los enchufes a patadas, pero éstos no colaboraron; y cuanto más hacía yo por separarlos, menos parecían estar por la labor. Después de mucho intentarlo, se soltaron, y pude respirar profundamente por un instante.

Pasado el primer sobresalto, fui consciente por fin del desastre que podía estar gestándose en el interior de mi bragueta. Me bajé los pantalones, y descubrí con espanto que un desbaratado mosaico, compuesto en apariencia por las más variadas lesiones, había pasado a ocupar la total superficie de mi geografía reproductiva y sus aledaños. Lejos de entretenerme a contemplar y a contabilizar los sanguinolentos detalles, arrastrado psicológica y emocionalmente por las evidencias, tuve la desagradable visión de haber pasado a formar parte de la corte de los milagros. Con el nudo en la garganta, convertido pues en minusválido de nuevo cuño, me subí la ropa a toda prisa y encarrilé los pasos a casa, con la intención de ducharme y de tomar un respiro; de aclarar las ideas. Algo más relajado, decidiría qué hacer y a donde acudir para conocer de buena fuente el alcance de las heridas. De camino hacia la ducha, recordé de súbito que tenía un invitado muy especial a comer ese día y que estaba a punto de llegar. Mis males se multiplicaron entonces por docenas, pues el negocio que tenía entre manos con esa persona podría irse al traste, si verdaderamente lo mío era tan grave como en principio se me antojaba que podía ser. Por un lado necesitaba todo el tiempo del mundo para concretar con él ciertos aspectos de nuestro proyecto común de futuro y, por otro, como era lógico, no podía perder ese mismo tiempo en asuntos que nada tuvieran que ver con la salud, que en aquellas desdichadas circunstancias había pasado a ser, en cuestión de media hora, lo más importante de mi vida. Por razones obvias, en cuanto el convidado hizo su aparición por la puerta, no tuve más remedio que hacerle partícipe de mis repentinas preocupaciones. El profesor, después de echarme una ojeada, me tranquilizó al darme su opinión neófita, asegurándome que todo aquel berenjenal era puro fuego de artificio, apariencia superficial, aunque muy aparatoso externamente.

Resultó como él decía, que las inflamaciones fueron remitiendo a las pocas horas y las laceraciones desaparecieron milagrosamente a los pocos días del accidente. Así, sin necesidad de cuidados especiales, cada una de las partes recobró su aspecto original y retomó el pulso de sus funciones ancestrales. Y aún dicen que la escultura es cara.